Una voz de una madre

Yo no soy especialista en política internacional. Pero soy madre. Y como soy madre no puedo empezar a pensar, ni empezar a decir, ni empezar a opinar, algo que hacemos a menudo con tanta frivolidad, sin tener esa dimensión en cuenta.

Quiero decir. Cada persona que está muriendo, independientemente del bando al que pertenezca, tiene alguien que la quiere, y, por tanto, alguien que la llorará, a veces durante el resto de su vida. Es algo evidente, pero se nos olvida, acostumbrados a mirar con las gafas de la ideología o la atención más a lo abstracto que a lo concreto.

No puedo decir nada sin tener en cuenta eso. En primer lugar. Sin mirar ese dolor a los ojos, que está mucho más allá de cualquier creencia, forma de estado, agenda política o intereses egoístas.

A veces siento que un contacto lo suficientemente hondo y consciente con el arquetipo materno, la dimensión materna de la realidad, la compasión generatriz, sería suficiente para acercarnos a esa paz que la parte más sincera de nosotros mismos siempre anhela. Porque disuelve enseguida las oposiciones dualistas.

Pero hay más. Para pasar de pantalla hay que poder colocar cada cosa en su sitio. Tampoco se puede opinar frívolamente sin atender al dolor histórico, a los traumas no resueltos, al pasado de cada herida. Mi bisabuelo se suicidó en la guerra, al parecer porque los “rojos” le quitaron las pocas tierras con las que mantenía a su familia, y el trauma que generó en mi abuelo ha seguido influyendo en el mapa de ruta de mi generación. Hay traumas colectivos que perpetúan el odio y el dolor. Y también quieren ser mirados.

Pero, ¿por qué tipo de ojos? ¿Cómo entrar ahí, a ese campo minado? ¿Unos ojos que utilizarán toda injusticia que encuentren para odiar más? ¿O unos ojos conectados una vez más con esa compasión generatriz, rahma, en árabe, que puedan mirar con realismo radical lo que sucedió, sincerarse, llorar lo necesario, buscar justicia, descubrir hasta el fondo la verdad, para poder luego acogerla, en el momento preciso, abrazarla, y disolver el trauma en el amor?

Todo proceso espiritual, todo proceso vital, realmente, requiere de dos movimientos opuestos pero a la vez unidos: integración y trascendencia, dice Ken Wilber, o espejo y llave, me gusta decir a mí. Es decir: sinceración, búsqueda de la verdad, trabajo en el plano horizontal, reestablecimiento de la justicia; y apertura del corazón luego, ensanchamiento del espacio de acogida, reabsorción de lo vivido en el amor, trabajo en el plano vertical, perdón.

Hay más. El proceso es largo, por intrincado. Los movimientos de política internacional son sucios. Los medios nos mienten. Con más sutilidad en la democracia, claro que sí. Pero las mentiras sutiles no dejan de ser mentiras. Yo puedo escribir esto tranquilamente en el salón de mi casa. Me aprovecho de todas las ventajas que me da vivir en un país más o menos democrático, y me alegra que mis hijos crezcan aquí. Pero las sombras de las democracias se expresan con toda su fuerza casi siempre fuera. Procesos imperialistas, explotación de recursos en otros territorios, fomento de guerras en los márgenes. Injusticias que a veces se perpetúan solo para mantener el equilibrio de fuerzas. Los que sufren no son hijos de los que toman cada decisión. Y yo no tengo poder alguno en ese asunto. Se me escapa de lo que me concierne. ¿O no?

Cuando entiendo que soy una hormiga a menudo recuerdo unas palabras de Henry David Thoreau, un escritor norteamericano de mediados del siglo XIX. En la época de la Guerra de Secesión estadounidense, en la que los estados del norte (antiesclavistas) se enfrentaron con los estados del sur (esclavistas), él, que era de Massachussetts, entendió que si los del norte estaban guiados por intereses egoístas (convertir a los esclavos en trabajadores asalariados baratos para sus fábricas) en realidad el esclavismo no acabaría. Lo haría, sin embargo, cuando un solo ciudadano del norte fuera capaz de comprometer su propia libertad por la libertad de los demás. Es decir. Solo cuando hubiera virtud, y compasión genuina, conexión con el amor de verdad, en alguna parte.

Necesitamos virtud en alguna parte. Si me sincero, yo no sé si la tengo. No creo que fuera capaz de comprometer la libertad de mis hijos para garantizar la libertad de los hijos de las madres que no conozco.

Pero puedo escribir. Eso sí me concierne. Orar por la paz, trabajar con mis sombras, evitar que me ciegue la ideología, no olvidar a las madres, trabajar con honradez, intentar entender los argumentos del otro hasta el fondo, como recibía el profeta Abraham a los extranjeros que acudían a su casa. Fue precisamente su capacidad de acogida de lo inesperado lo que lo convirtió en origen de una multitud.

Francisco se fue a buscar al sultán de Egipto. Creía que el sultán era un hermano lobo. Hermano, porque compartían origen, pero lobo, porque sus creencias eran un error. Estaba dispuesto, por amor, a convertir al sarraceno o morir mártir. Pero no consiguió convertirlo. Y el sultán tampoco lo mató.

Su corazón tuvo que ensancharse entonces para acoger la respuesta no esperada que le daba la vida. El sultán reconoció su altura espiritual. Y él volvió profundamente transformado de Oriente.

Tengo algunos amigos con posiciones contrarias estos días. A veces siento que tiran de mí cada uno en una dirección. Acabo de publicar un libro, Amarás. Hacia una hermandad transversal, en el que confieso sentirme en el puente. Mi vocación fundamental es de puente. Porque he experimentado a Dios, el Amor, el Uno, el sentido, sobre todo en el hilo que une a los opuestos. En el lugar en el que la identidad se quiebra, se abre, para ponerle alas a tu gusano interior. Donde Francisco, en el encuentro con el otro, pudo ensancharse para acoger lo que no cabía en sus pretensiones. Donde ya no hay bandos, sino una Madre llorando por el dolor, que es UNO, que hay en el mundo.

Y amando con ese amor que también es UNO sin fin.


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